Los dejó solos. Era una de esas situaciones que lo incomodaban. Bah, casi cualquier "situación" lo incomodaba. Se restregó los ojos, y tras cerrar la puerta, sus pasos resonaron, con eco incluido, en su transcurso por el pasillito.
Decidió no tomar el ascensor: la escalera formaba casi su único ejercicio físico rutinario, y además (aunque nunca lo hubiese admitido) tenía cierto pánico hacia ellos. Fue bajando de a saltos, saltando alternadamente con la piernas izquierda y derecha, respectivamente, hasta que cuando le quedaba la última (venía desde el quinto piso) los gemelos le ardían y no tuvo más opción que bajar normalmente. De más estaba decir que no hubo nadie con el que se cruzase en el trayecto, por lo cual se ahorró el ridículo.
Ya en planta baja, llegó finalmente a la puerta, abrió, y dejo pasar a una viejita que sonrío agradecida. Tras cerrar nuevamente con su llave, se le ocurrió que la señora podía ser miembro de alguna organización terrorista, y él, muy descuidado, la había dejado entrar. Tuvo una gran satisfacción y se le curvó una mueca al imaginarse al edificio desmoronándose, provocando cientos de muertos y heridos. Lo que le causaba placer no era el horror en sí, sino el mero hecho de poder ser partícipe de un hecho tan trascendental.
Se alejó unos cuantos pasos más, dejándose arrastar por sus pies hasta la parada, esquivando baldosas rotas y excrementos caninos, aunque, por tener la mirada fija al piso, no pudo evitar chocarse con algún otro peatón. El colectivo llego unos diez minutos después, se subió algo apurado (aunque en realidad no tenía que ir a ningún lado) por lo cual se ganó una mirada ofendida del chofer, y al sentirse atemorizado, como le sucedía en casi cualquier situación, apenas osó a balbucear torpemente su destino, y por fin, para su alivio, llegó a su duro y pegajoso asiento para jugar uno de sus juegos favoritos.