Un hombre borracho me detuvo, me miró fijamente, y cuando yo ya estaba algo atemorizado, exclamó con una sonrisa: "¡El principito!" y siguió con su conversación incoherente. Sólo era mi remera.
La gente entonces ya no era para mí ese río gris y continuo. Ahora había mutado en materia discreta, pues cada uno era una pelotita color cremita que se movía aleatoriamente, sin una ecuación matemática que los describiera de forma sencilla. Pero yo no distinguía del todo bordes y contrastes, o sí, aunque estos no llegaban a ser procesados en alguna parte del camino.
Me quedaba con verde, rojo y amarillo como sinónimo de semáforo. Negro brea: avenida Santa Fé. Marrón de mi remera. Y otro negro, otro amarillo (dos muy distintos) llevando a una distinta (ni cremita, ni gris) hacia algún lugar. Un vos dentro de un taxi.
Y un sesenta color nada, y yo sobre los asientos rojos, durmiendo acostado, despertándome cerca de Garín bañado en líquido amniótico.
Una nueva vida ha comenzado.
Me pregunto cuántos Buenos Aires caben en nosotros dos.