Sea feliz, no un idiota!

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Intento distraerlo, mientras le ato los cordones de los mocasines.

lunes, 13 de agosto de 2018

Martín

Todo el día el tema estuvo rondando en su cabeza. Y bien sabía que, ahora que esa palabra ya definitivamente rondaba en sus pensamientos, no iba a poder sacársela así nomas. Era posible que eso nunca sucediese finalmente. Pero pensar en el futuro era algo difícil para él. A esa altura de su vida, por ejemplo, todavía no creía entender del todo siquiera cuánto duraba un año.

Sí, no era un estúpido: sabía que un día duraba veinticuatro horas, y que trescientos sesenta y cinco días duraba un año. Salvo los bisiestos. Salvo los bisiestos. El problema era otro. A duras penas recordaba que era lo que hacía o pensaba hace un año. Vaya uno a saber cuales eran sus preocupaciones por aquel entonces. Estaba seguro que no pensaba en nada parecido a lo que pensaba ahora. Ni siquiera se veía igual en la foto del jardín. No era sólo el color del guardapolvo no, ahora era mucho más alto, y estaba casi seguro que tenía menos dientes. Un año era demasiado.

El punto es que, ¿cómo iba a saber lo que es vivir toda una vida, que según lo que sabía duraba unos ochenta años masomenos, si no tenía ningún recuerdo de tres años atrás y toooooda su vida hasta ahora había durado poco más de unos siete años? Sabía su nombre, aunque no recordaba desde hacía cuanto lo sabía. Algo parecido le pasaba con su cumpleaños. Se llamaba Martín (la mayoría de las veces) y cumplía el quince de Julio. No siempre se llamaba Martín (su madre solía referirse a él en términos ridículamente cursis) ni tampoco cumplía años siempre el mismo día. En dos mil dieciocho había caído Domingo y, el año anterior, Sábado.

Y sabía que le gustaba patear pelotas y tirar piedras a los árboles. No le gustaba el colegio, pero le gustaba aprender. (Aunque antes de entrar a primer grado, pensaba que una iba de la mano con la otra). Y sabía que en Boca antes había un jugador que se llamaba Riquelme y su papá le juraba que era muchísimo mejor que Pavón. Y eso que Pavón era el mejor ahora y hasta había ido al mundial.

Sabía que tenía dos primos, un perro y tres abuelos. Que todavía era muy chico para tener un celular. Sabía que la forma de las baldosas era cuadrada y que las estrellas están muy lejos. Que los chicos no podían tomar alcohol ni tampoco opinar de casi ninguna cosa. (Y si lo hacían, rara vez los tomaban en serio). Por eso, tampoco se animaba a decirle a nadie sobre esa palabra que tantas veces había escuchado, pero a la cual recién ahora le había prestado atención. Era mejor, seguramente, investigar por su cuenta.

Era curioso que, a pesar de ser plenamente consciente de que su casa y la calle de su casa, y el barrio donde estaba la calle de su casa y su casa (y las otras calles y casas de su barrio) eran como habían sido siempre, ya no le parecían iguales desde que esa palabra se le había venido a la mente. Y no podía evitar preguntarse porque su papá y su mamá iban a trabajar como siempre todos los días si sabían de esto. Es decir, ellos habían vivido mucho más tiempo que él, y habían sido chicos también alguna vez. Seguro sabían. Todos lo saben, en realidad. Pero, por alguna razón, parecía ser mucho más normal andar por ahí como si nada. Haciéndose los boludos.

En su habitación había un espejo. Martín se miró en él por primera vez. Ya lo había hecho otras veces claro, pero nunca de ese modo. Sintió, por primera vez, que él no era él. Que su reflejo no era el suyo, sino de otro chico de siete años con su misma cara, su mismo pelo y peinado, su misma altura, sus mismos gustos y sus mismos gestos. Todo, todo igual. Sintió por primera vez disociados su cuerpo y su alma (si era que tal cosa existía) y una sensación horripilante y muy oscura se adueño de él. Cerró los ojos muy fuerte y ya no miró más.

Esa noche, y dos o tres más después de esa, no pudo dormir. No podía parar de pensar. Las únicas veces que había dormido mal era porque le dolía la panza (especialmente después de bajarse un paquete de gomitas o comer mucho chocolate o pochoclo o...) o tenía fiebre. Esas noches sin dormir fueron distintas. Martín esperaba su oportunidad para saciar su curiosidad, lo necesitaba, por más terrible que fuese lo que pudiese encontrar.

Un día, sonó el celular de su papá, que salió del living hacia el patio de la casa, dejando su compu prendida, apoyada en la mesa. Martín, que estaba sentado en el piso mirando la tele, vio su oportunidad. Hasta había quedado Google abierto. Martín se había vuelto muy peligroso desde que había aprendido a escribir. Como todos los chicos de su generación, sabía manejar este tipo dispositivos desde mucho antes, casi desde la cuna, pero ahora no sólo abría programas y páginas web guiándose por dibujos, formas y símbolos llamativos. Ahora podía escribir. Y sabía para que se usaba Google, claro. Y sabía como se escribía la palabra que tanto quería buscar. Esa que había carcomido su mente durante todos esos últimos días. Fue buscando las teclas despacio, apretando con su dedo índice cada una de las seis letras que la componían. Fue así que Martín buscó, por primera vez y a su manera, el significado de la palabra muerte.